Resumen ejecutivo
La violencia constituye sin lugar a dudas uno de los más grandes desafíos que en el país ha debido enfrentar en la era de la posguerra. Luego del fin del conflicto armado, El Salvador ha sufrido por más de dos décadas una violencia crónica que ha alterado las bases de la convivencia social y socavado el apoyo al sistema político. Con un poco más de 90 000 muertes violentas registradas desde los Acuerdos de Paz, la tasa promedio anual de homicidios ha rondado los 70 muertos por cada cien habitantes en la era de paz.
En este contexto, cabe preguntarse: ¿Por qué El Salvador no ha logrado en dos décadas y media controlar la violencia y criminalidad?, ¿Por qué razón los gobiernos de distinto signo ideológico que han gobernado el país siguen reduciendo el problema del crimen y la violencia a las pandillas?, ¿Por qué pese a la abundante evidencia existente sobre el fracaso de medidas de mano dura los distintos gobiernos recurren a ellas para enfrentar a las pandillas?
Para responder a estas inquietudes, se realizó con el apoyo de Fundación Heinrich Böll, el estudio “Las políticas de seguridad pública en El Salvador 2003-2018”. La investigación parte de la premisa que los enfoques represivos que han privilegiado los gobiernos en la última década y media para encarar la delincuencia, no solo han sido incapaces de reducirla, sino que han favorecido las condiciones subjetivas y objetivas para que la criminalidad evolucione en sus diferentes formas y expresiones.
Bajo este presupuesto, el estudio tiene como propósito ofrecer insumos para enriquecer el debate nacional y regional sobre las políticas de seguridad, e incidir en las decisiones de política criminal que se adopten en el nuevo ciclo político que se avecina en El Salvador. Se trata de una investigación de corte descriptivo, basada en una amplia revisión bibliográfica y documental de planes y políticas de Gobierno, documentos oficiales e investigaciones académicas sobre el tema.
Un examen en perspectiva histórica de las respuestas que el Estado salvadoreño ha articulado para enfrentar la criminalidad en la última década y media, muestra que, estas políticas han fluctuado entre la mano dura, la inacción y el exterminio. Aunque existido consenso entre distintos actores sociales e incluso, actores políticos sobre el fracaso de las políticas de Mano Dura y la inviabilidad de los enfoques unilateralmente punitivos para el abordaje de la criminalidad, prevalece entre los tomadores de decisión una tendencia a privilegiar esta clase de políticas. 2
La evidencia recabada sobre los planes antimaras mostró que antes de ser una estrategia de política pública, la Mano Dura fue en esencia, una estrategia de política electoral impulsada por el partido oficial. El plan fue ideado luego de la derrota electoral de Arena en las elecciones de 2003 y lanzado a pocos meses de las elecciones presidenciales de 2004. Sin ningún sustento estadístico oficial se les atribuyó a las pandillas la responsabilidad de un supuesto auge delincuencial y la comisión de delitos atroces.
Los planes Mano Dura iniciados durante el gobierno de Francisco Flores y retomados por su sucesor, Antonio Saca consistieron en amplios operativos ejecutados por fuerzas combinadas de la policía y el ejército denominados Grupos de Tarea Antipandillas (GTA), en zonas urbanas del país para capturar indiscriminadamente a todo aquel que por su apariencia se presumiera que era pandillero. Durante la Mano Dura de Francisco Flores se desplegaron 39 GTA en municipios urbanos y se aprobaron dos Leyes Antimaras de carácter transitorio que proscribía y penalizaba la sola pertenencia a una mara o pandilla.
La Súper Mano Dura de Saca iniciada en agosto de 2004 amplió a 333 los GTA en todo el territorio nacional, con una mayor participación del ejército en los operativos de identificación y capturas. En este período impulsaron 40 reformas penales para asegurar la condena de los pandilleros detenidos. Si bien la Súper Mano Dura de Saca contempló formalmente la prevención (Mano Amiga) y la rehabilitación (Mano Extendida), estas tuvieron un peso residual en la estrategia de seguridad, que fue fundamentalmente punitiva.
A un año del plan Mano Dura, con más de 40 000 capturas, dos leyes antimaras, cientos de operativos ejecutados para limpiar las zonas de pandilleros y una espiral de atropellos y violaciones a los derechos humanos, la población comenzó a advertir su poca efectividad y la demagogia de su propuesta. Las tasas de homicidios y otros delitos fueron incrementándose progresivamente. El promedio diario de homicidios que hasta 2002 se mantuvo en siete, se elevó a 11 en 2006, lo que impactó en las tendencias nacionales. Entre 2003 y 2006, la tasa de homicidios pasó de 36 a 65 muertes por cada cien mil habs., y surgieron nuevas modalidades delictivas como la extorsión.
La realidad mostró que los réditos del populismo punitivo del gobierno de Saca no lograron mantenerse en el mediano plazo. Si bien la Mano Dura de Flores y Saca fue políticamente rentable en el corto plazo al asegurar un tercer gobierno, terminaron comprometiendo a futuro la continuidad de Arena como opción política. La crisis de seguridad que sobrevino a mediados de su mandato, afectó seriamente la imagen del gobierno y socavó junto a una acumulación de desaciertos, las posibilidades de que Arena continuara en el poder.
El informe también señala que, aunque la Mano Dura como estrategia electoral tuvo una temporalidad relativamente corta, instaló condiciones en el plano de lo simbólico, cultural e institucional que han tenido repercusiones negativas en el largo plazo en la institucionalidad de seguridad y justicia y en la situación de inseguridad. Uno de los efectos institucionales más visibles e irreversibles de las reformas penales que se adoptaron desde la Mano Dura fue el incremento de la población penitenciaria. Entre 2004 y 2008 período de implementación de la Súper Mano Dura, la población carcelaria total creció en 7624 internos.
Las condiciones de segregación, ocio total y exiguos controles internos bajo las cuales se recluyó a miles de pandilleros, favoreció que estos grupos se organizaran y convirtieran las cárceles en una extensión de los territorios bajo su dominio, desde los cuales ejercieron el control de la violencia en las calles. La política de separación de pandillas en función de su pertenencia a una u otra pandilla adoptada en 2003 por el sistema penitenciario, consolidó sus identidades grupales, incrementó su sentido de lealtad y fortaleció su organización y la consolidación de liderazgos nacionales, al concentrar pandilleros de una misma pandilla procedentes de diferentes zonas del país.
En el ámbito de lo simbólico, las narrativas de la retórica gubernamental replicada por los medios de comunicación sobre las maras, magnificaron el poder e influencia de estos grupos, adjudicándoles la mayor responsabilidad de la criminalidad. La saturación mediática sobre las pandillas que caracterizó la cobertura periodística durante las Manos Duras, su tratamiento amarillista y la espectacularización de su estética y rasgos culturales, terminó exaltando la subcultura pandillera al otorgarles mayor visibilidad y publicidad, mientras que jurídicamente el Estado los proscribía.
La Mano Dura militarizada de Mauricio Funes y la negociación con pandillas
El estudio indica que uno de los obstáculos de la administración Funes para avanzar en la adopción de una política integral y de seguridad democrática, que priorizara además la persecución de la criminalidad organizada, fue la cooptación de distintos grupos de interés que se articularon en redes clientelares para influir en las decisiones del gobierno, entre ellas las relativas a la seguridad pública.
Desde los primeros años de la nueva administración, la Política de Seguridad y Convivencia formalmente adoptada, dejó de ser el marco estratégico bajo el cual se regiría la política de seguridad del gobierno. En su lugar, el Ejecutivo optó por entregarles a los militares el control de la seguridad y por entablar negociaciones con las pandillas para controlar la criminalidad.
El gobierno de Funes instauró un esquema de militarización sin precedentes después de los Acuerdos de Paz, que implicó entre otras cosas, el nombramiento de militares en la conducción de la seguridad, bajo la justificación que la policía estaba desbordada en sus capacidades para enfrentar la crisis de seguridad producida por las pandillas. Entre octubre de 2009 y marzo de 2014 se aprobaron siete decretos ejecutivos y uno legislativo que establecía la incorporación progresiva de militares a diferentes tareas de seguridad y la ampliación de sus atribuciones y competencias en el área de seguridad. 4
Además del despliegue de diversas Fuerzas de Tarea con funciones policiales en casi todo el país, contingentes militares fueron asignados a la seguridad perimetral e interna de 18 cárceles y tres centros de internamiento de menores, al control fronterizo de 62 puntos ciegos no habilitados, a 788 centros escolares y planes de seguridad del transporte público en el AMSS. En el primer año de gobierno de Funes los efectivos militares crecieron en 4 veces al pasar de 1975 a 8200. Esta tendencia se mantuvo hasta finales del 2011, para luego reducirse a 6300 en el contexto de la llamada tregua entre pandillas. El elevado involucramiento de militares en la seguridad pública, dio lugar a que su participación en este ámbito, fuera asumida como una acción estratégica y ordinaria dentro de la institución, armada contraviniendo su mandato constitucional.
La omnipresencia de militares en las comunidades, en el transporte público, en las escuelas, los espacios públicos, las fronteras y las cárceles, derivó en un aumento de abusos, detenciones arbitrarias y ejecuciones extralegales de militares en contra de la población. Entre 2009 y 2011, las quejas en contra de militares por vulneración de derechos en contra de ciudadanos aumentaron de 57 a 363, lo que representó un aumento de 537 % (PDDH, 2013).
Este contexto de remilitarización favoreció el crecimiento numérico de la institución armada. Datos del Ministerio de la Defensa Nacional indican que al finalizar el quinquenio 2009-2014, el completamiento militar se había triplicado al pasar de 8682 a 24 799. Con ello, los militares en activo habrían superado numéricamente a la plantilla policial. Esta peligrosa superioridad numérica de las fuerzas militares contraviene la reforma policial de 1992 y es una evidencia contundente de la cuota de poder que el sector militar conquistó durante el primer gobierno de izquierda.
En el caso de la negociación entre el gobierno de Mauricio Funes y las pandillas denominada mediáticamente tregua, el informe señala que este pacto permitió a las pandillas constatar su potencial para influir en el Estado y dimensionar los réditos futuros del uso instrumental de los homicidios. Las negociaciones mafiosas entre funcionarios públicos y las pandillas, han potenciado a estos grupos como poderes fácticos con capacidad de influencia en el sistema político y los han legitimado como actores políticos.
La guerra contra las pandillas durante el gobierno de Salvador Sánchez Cerén
La llegada del partido FMLN al Ejecutivo representó el desafío de reorientar el rumbo de las políticas de seguridad y corregir las distorsiones que había dejado como legado la gestión de Funes. Sin embargo, un balance de la política de seguridad del gobierno de Sánchez Cerén muestra que, la lógica de la guerra contra las pandillas que permeó la estrategia de seguridad desde el primer año de su gobierno, impuso lógicas de confrontación y persecución del enemigo interno, que no dejaron cabida a las políticas integrales de largo alcance. Esta lógica de guerra se impuso sobre el Plan El Salvador Seguro (PESS) que, aunque retóricamente fue adoptado como el marco estratégico y operativo de la política de seguridad, no fue una apuesta prioritaria de la gestión de Sánchez Cerén. Las estrategias de seguridad que el gobierno privilegió en la práctica son claramente antagónicas con el enfoque y prioridades programáticas del PESS.
Durante la gestión de Sánchez Cerén, no solo se potenció y profundizó la participación del ejército promovida por su predecesor, sino que se instauró y fortaleció en la PNC un modelo policial militarizado. Esto se expresó en la creación de los llamados batallones de reacción y en la ampliación de diversas unidades tácticas antipandillas, constituidas por fuerzas élites que han incorporado entrenamiento, lógicas, equipamiento y estrategias de las fuerzas militares. Estas unidades han operado con un uso desproporcionado de la fuerza, un mayor margen de discrecionalidad y con frecuencia, bajo actuaciones extralegales.
Aunque los batallones de reacción fueron disueltos uno año después de su lanzamiento debido a señalamientos de abusos y ejecuciones extralegales, estas prácticas y esquemas militarizados junto al discurso belicista de altos funcionarios de gobierno y de la seguridad, que han exaltado y legitimado estas actuaciones, han permeado en la cultura y la práctica policial. Si bien estas distorsiones no son nuevas, pues la ruta de la desnaturalización policial se inició hace un par de décadas, nunca antes en la historia reciente se habían promovido y exaltado con tanta fuerza estos enfoques.
Desde la salida de estos contingentes en 2015, se registró un incremento significativo de presuntos pandilleros ejecutados en supuestos enfrentamientos armados. Datos policiales indican que en 2014 ocurrieron 256 enfrentamientos entre policías y pandilleros, mientras que en 2015 aumentaron a 676, con un elevado saldo fatal de pandilleros versus un bajo número de muertes en las fuerzas de seguridad.
Esta dinámica marcó el inicio de una radicalización de la respuesta del Estado contra las pandillas, frente a lo cual esos grupos respondieron con acciones beligerantes cada vez más articuladas para golpear al gobierno. El aumento de muertes violentas, así como la serie de ataques en contra de miembros de la policía atribuidos a las pandillas, que hasta entonces habían sido hechos aislados, adquirieron una nueva dimensión. En 2014, la PNC reportó el asesinato de 39 de sus miembros a manos de las pandillas, mientras que en 2015 aumentaron a 63. Bajo este esquema de ataques y contraataques, se ha desatado desde entonces una especie de guerra de baja intensidad entre la policía y las pandillas.
En marzo de 2006, el gobierno de Sánchez Cerén propuso las llamadas Medidas Extraordinarias de Seguridad para neutralizar el accionar de las pandillas, tanto en la cárcel como en los territorios, con dispositivos de seguridad pensados bajo una lógica de guerra: neutralizar, desmoralizar al enemigo y de ser posible, eliminarlo. Esta iniciativa reformas legales dirigidas a crear nuevos delitos, el despliegue y relanzamiento de grupos elites de la policía y el ejército en los territorios, y las “Disposiciones Especiales Transitorias y Extraordinarias en los Centros Penitenciarios, Granjas Penitenciarias, Centros intermedios y Centros Temporales de Reclusión”. Estas medidas fueron acompañadas de una retórica de venganza y revanchismo, en el que se justificaba recurrir a cualquier medio, inclusive la violencia extralegal, para defenderse y erradicar la amenaza de las pandillas.
Las medidas extraordinarias adoptadas en las cárceles desde el 1 de abril de 2016, crearon un subsistema penitenciario de castigo, cuyo propósito ha sido el de deshumanizar, denigrar y humillar a los internos. Las condiciones infrahumanas a las que se han sometido a esas personas por largo tiempo, constituyen tratos crueles, inhumanos y degradantes que contrarían los propósitos de la pena y violentan los compromisos internacionales de respeto a los derechos humanos.
Todas estas acciones y discursos articulados bajo la potestad del Estado, han favorecido la cohesión de las distintas pandillas bajo la identidad colectiva “enemigos del Estado” y facilitado su articulación, al margen de sus tradicionales disputas identitarias. La persecución, los vejámenes sufridos en la cárcel y las vulneraciones a sus derechos y a los de su familia por parte de las fuerzas de seguridad, les ha dado a las pandillas un sentido de lucha como grupos perseguidos, lo que ha dotado de una mayor motivación política a sus acciones.
Informe “Las políticas de seguridad pública en El Salvador, 2003-2018”